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martes, 22 de septiembre de 2015

LA  ÚLTIMA FRONTERA

Las guerras traen subproductos propios del ejercicio desbocado de la violencia, dolor a sangre y fuego. Los paganos de tanta barbarie son los civiles, que por encima de todo y  en un primer lugar, tratan de sobrevivir en la tierra que los vio nacer, pero viendo de la imposibilidad de tal solución, se echan a los caminos, huyendo del sinsentido de la guerra. El desarraigo es el primer flagelo, consecuencia del abandono de la tierra y el sistema de vida tradicional. Un refugiado se convierte en un alma en pena, sin un plan definido, con una sola idea en la cabeza: huir de la barbarie. Durante un  tiempo  hemos visto las tropelías  cometidas en Siria por el ejército islámico. Cientos de miles de sirios han decidido huir de la guerra y de la destrucción más absurda, para ello se han dirigido, buscando cobijo, a las fronteras de la Unión europea. Por tierra mar y aire la riada de refugiados crece a cada hora. La última etapa de la hégira acaba a las puertas de una vieja Europa,  paraíso para  personas cuyo único delito es haber nacido en una tierra maldita. Frente a esta cruda realidad los estados se preparan para asimilar el golpe de ariete de una población de más de medio millón de personas, buscando acomodo en cualquier sitio, donde no haya un desgraciado que los degüelle por crímenes tan absurdos como fumar en público o ver la televisión extranjera. La Europa del bienestar estable, donde el que no tiene comida se la regalan, si no hay vivienda se le procura un techo, si no tienes dinero te dan una paga y si te pones enfermo te curan gratis. Sueño de tierra de promisión para criaturas que llevan años durmiendo presas del pánico entre explosiones y tiros de los contendientes de una guerra  donde el terror es el único huésped que parece engordar. La política común europea no está preparada para el reto de asilar a tanta gente, el mecanismo de decisión comunitario se mueve lentamente (algún día habrá que cambiarlos), mientras tanto, los refugiados se hacinan en una pequeña franja de tierra frente a la ultima frontera que los separa de una vida mejor. Pero no podrán espera eternamente, simplemente porque a los que ya están allí los arrollan los últimos que van llegando, el problema no hace mas que crecer conforme pasan las horas. Al otro lado, la gente vive a otro nivel, a un solo metro de distancia las diferencias son abismales, en el lado de Europa la vida segura y al otro lado la guerra. El hombre de la calle tiene que elegir entre dejar que el muro los proteja de la barbarie, dejando tiradas a personas iguales que ellos o tender la mano y hacer un acto de misericordia. Dentro de cada europeo se produce la lucha entre la comodidad y la acción. De lo que tu elijas dependerá que alguien deje de sufrir, pero si vuelves la cara con justificaciones estúpidas, Europa se mantendrá al margen, pero en ese momento, nos pareceremos un poco más a la gentuza que cercena cuellos unos cientos de kilómetros al este de la ultima frontera. Si nos movemos por egoísmo, abandonando a miles de personas del otro lado, no seremos diferentes de los que usan la gumía para cortar cabezas. Toda la catástrofe comenzó cuando los países civilizados, impregnados de ese buenismo absurdo, no le cortaron la cabeza a la hidra que es el estado islámico. Si los estados se hubieran se hubieran  lanzado a una guerra, las calles se hubieran llenado de manifestantes diciendo: No a la guerra. A ver lo que hacen ahora, con los enemigos lanzando oleadas de refugiados como un torpedo, al corazón de la vieja y no tan segura Europa. 

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