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viernes, 13 de mayo de 2016

La muerte del verraco

Un día, hace unos veinte años, apareció por el polígono empujando un carrito del supermercado, escoltado  por dos perros mil leches de gran tamaño. Así comenzó la última vuelta de circuito de este sin techo, al que todo el mundo conocía por el mote de verraco (el barraco en motrileño). Asilado en las cañaveras que bordean la antigua Huerta del Rizo, construyó su chabola para cobijo suyo y de sus perros. Todos los días comenzaba su trayecto en dirección al fondo del kilometro uno, registrando los contenedores y cargando con cualquier cosa que le sirviera. Hacia paradas en las orillas de cada bar, era frecuente que le pidiera al que entraba, un euro para tomar un café. Hacia el mediodía, volvía en dirección contraria, hasta parar en los contenedores que hay en el costado de la tienda, se apontocaba sobre el carrillo y apuraba una colilla. Todos los días que coincidíamos nos saludábamos: Buenas tardes Antonio, buenas tardes monterillo contestaba él. Decenas de años saludándonos sin nada de lo que hablar, su mundo estaba muy lejos de todo, la jornada  se le iba en dar bandazos con su carrito y espulgar a sus perros plagados de garrapatas. Una mirada bastaba para que estos se pusieran en marcha. El límite de su mundo quedaba en los contenedores de la calle Saez. Nunca le oí más de dos palabras seguidas, la soledad más absoluta, acaso  voluntaria, nunca quiso cambiar de vida, nunca pidió ayuda. Alguna vez, cuando sentía invadido su espacio, se ponía bravo, defendiendo su  miserable  entorno de muy malas maneras, tenía  manos livianas para tirar de navaja. La gente le echaba más de setenta tacos, todos los años le dábamos alguna manta y prendas de abrigo, nunca lo vimos con ninguna puesta, en todo tiempo siempre iba desabrigado, echándole cojones al tiempo. Las historias que circulaban sobre el varraco forman parte del rumor: Decían de  tenia una muerte o dos sus espaldas, decían que se había destrozado las  huellas para escapar de la justicia. Algunos creían  conocerle, pero daban poco norte de su origen, el caso es que durante años solo fue un viejo excéntrico rodeado de sus perros, nadie sabía su apellido ni siquiera si el  nombre era  autentico. En algunas épocas, la jauría se agrandaba con alguna camada de perritos, fabricada por alguna hembra promiscua, veíamos crecer a los perros hasta ponerse grandes. En ocasiones algún cachorro era atropellado, con el correspondiente duelo de toda la jauría. Por unas circunstancias o por otras (unos decían que se comía los excedentes),  la manada se veía reducida a cuatro perros, hasta el próximo preñado. Esa era la vida del varraco, como lo llamaban en el barrio, apacentando perros, recogiendo chatarra, rebuscando en los contenedores, pasando los días. Hace dos semanas dejamos de verlo, algunos de sus perros andaban dispersos, todos menos el más viejo que no se veía por ningún lado. Comenzaron a decir que se lo habían llevado a San Juan de Dios y que ya no volvería. Hasta el jueves pasado, que apareció muerto en su choza, cuentan que le faltaban trozos de carne, comida por sus perros, ultimo favor del jefe de la manada. Y así acaba la historia mínima de un ermitaño que pasó  su último tramo, rodeado de basura y  perros, justo a un tiro de piedra de la flamante estación de autobuses, sin que nadie se diera por aludido, invisible a todo y a todos. Buen viaje Antonio, que el karma te sea favorable en el otro barrio, rodeado por tus perros, que ya te habrán alcanzado en el camino (a buen seguro que a estas alturas habrán recibido matarile por una mera cuestión de salud pública, a buenas horas mangas verdes). La mañana del domingo, de camino a la tienda, encontré un perrillo negro de los que tenía el varraco, último superviviente de la manada, sentado enfrente de  la entrada de la choza, muy atento,  esperando ver aparecer el carrito y al resto de la manada. Lealtad canina hasta el final y más allá.