La muerte del verraco
Un día, hace unos veinte años,
apareció por el polígono empujando un carrito del supermercado, escoltado por dos perros mil leches de gran tamaño. Así
comenzó la última vuelta de circuito de este sin techo, al que todo el mundo
conocía por el mote de verraco (el barraco en motrileño). Asilado en las
cañaveras que bordean la antigua Huerta del Rizo, construyó su chabola para
cobijo suyo y de sus perros. Todos los días comenzaba su trayecto en dirección
al fondo del kilometro uno, registrando los contenedores y cargando con
cualquier cosa que le sirviera. Hacia paradas en las orillas de cada bar, era
frecuente que le pidiera al que entraba, un euro para tomar un café. Hacia el
mediodía, volvía en dirección contraria, hasta parar en los contenedores que
hay en el costado de la tienda, se apontocaba sobre el carrillo y apuraba una
colilla. Todos los días que coincidíamos nos saludábamos: Buenas tardes
Antonio, buenas tardes monterillo contestaba él. Decenas de años saludándonos
sin nada de lo que hablar, su mundo estaba muy lejos de todo, la jornada se le iba en dar bandazos con su carrito y
espulgar a sus perros plagados de garrapatas. Una mirada bastaba para que estos
se pusieran en marcha. El límite de su mundo quedaba en los contenedores de la
calle Saez. Nunca le oí más de dos palabras seguidas, la soledad más absoluta,
acaso voluntaria, nunca quiso cambiar de
vida, nunca pidió ayuda. Alguna vez, cuando sentía invadido su espacio, se
ponía bravo, defendiendo su miserable entorno de muy malas maneras, tenía manos livianas para tirar de navaja. La gente
le echaba más de setenta tacos, todos los años le dábamos alguna manta y prendas
de abrigo, nunca lo vimos con ninguna puesta, en todo tiempo siempre iba desabrigado,
echándole cojones al tiempo. Las historias que circulaban sobre el varraco
forman parte del rumor: Decían de tenia
una muerte o dos sus espaldas, decían que se había destrozado las huellas para escapar de la justicia. Algunos creían
conocerle, pero daban poco norte de su
origen, el caso es que durante años solo fue un viejo excéntrico rodeado de sus
perros, nadie sabía su apellido ni siquiera si el nombre era autentico. En algunas épocas, la jauría se
agrandaba con alguna camada de perritos, fabricada por alguna hembra promiscua,
veíamos crecer a los perros hasta ponerse grandes. En ocasiones algún cachorro
era atropellado, con el correspondiente duelo de toda la jauría. Por unas
circunstancias o por otras (unos decían que se comía los excedentes), la manada se veía reducida a cuatro perros,
hasta el próximo preñado. Esa era la vida del varraco, como lo llamaban en el
barrio, apacentando perros, recogiendo chatarra, rebuscando en los contenedores,
pasando los días. Hace dos semanas dejamos de verlo, algunos de sus perros
andaban dispersos, todos menos el más viejo que no se veía por ningún lado. Comenzaron
a decir que se lo habían llevado a San Juan de Dios y que ya no volvería. Hasta
el jueves pasado, que apareció muerto en su choza, cuentan que le faltaban
trozos de carne, comida por sus perros, ultimo favor del jefe de la manada. Y
así acaba la historia mínima de un ermitaño que pasó su último tramo, rodeado de basura y perros, justo a un tiro de piedra de la
flamante estación de autobuses, sin que nadie se diera por aludido, invisible a
todo y a todos. Buen viaje Antonio, que el karma te sea favorable en el otro
barrio, rodeado por tus perros, que ya te habrán alcanzado en el camino (a buen
seguro que a estas alturas habrán recibido matarile por una mera cuestión de
salud pública, a buenas horas mangas verdes). La mañana del domingo, de camino
a la tienda, encontré un perrillo negro de los que tenía el varraco, último
superviviente de la manada, sentado enfrente de la entrada de la choza, muy atento, esperando ver aparecer el carrito y al resto
de la manada. Lealtad canina hasta el final y más allá.
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